El arte de perdonar
Una tarde, pasé dos horas en una exposición de arte —El padre y sus dos hijos: el arte de perdonar— en la que todas las obras se centraban en la parábola de Jesús sobre el hijo pródigo (ver Lucas 15:11-31). La pintura de Edward Rojas, El hijo pródigo, me pareció especialmente impactante. Retrata al hijo descarriado volviendo a casa, con sus ropas desgastadas y la cabeza gacha. Dejando atrás una tierra de muerte, entra al sendero donde su padre ya está corriendo hacia él. Al pie de la pintura, aparecen las palabras de Jesús: «cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia» (v. 20).
No te apresures
«Ya mismo, elimina la prisa». Cuando dos amigas me repitieron ese dicho del sabio Dallas Willard, supe que debía pensarlo. ¿En qué estaba dando vueltas, malgastando el tiempo y las energías? Más importante aun, ¿en qué me estaba apresurando, sin pedirle a Dios su guía y ayuda? En las semanas y meses que siguieron, recordé esas palabras y me reorienté hacia el Señor y su sabiduría, recordándome confiar en Él y no depender de mí misma.
No importa el origen
«¿De dónde eres?». A menudo, usamos esta pregunta para conocer a alguien. Pero, para muchos, la respuesta es complicada. A veces, no queremos dar todos los detalles.
Aprender a conocer a Dios
Hasta donde puedo recordar, siempre quise ser madre. Soñaba con casarme, quedar embarazada y sostener a mi bebé en brazos por primera vez. Cuando finalmente me casé, mi esposo y yo jamás pensamos en esperar para aumentar la familia. Pero, con cada resultado negativo de embarazo, nos dimos cuenta de que estábamos luchando con la infertilidad. Siguieron meses de visitas a médicos, pruebas y lágrimas. Estábamos en medio de una tormenta. La infertilidad fue una píldora difícil de tragar, y me dejó con dudas sobre la bondad y la fidelidad de Dios.
Solamente un segundo
Los científicos son bastante exigentes respecto al tiempo. A finales de 2016, la gente del Centro de Vuelos Espaciales Goddard, en Maryland, Estados Unidos, agregó un segundo al año. Si te pareció que el año duró un poquito más de lo normal, tenías razón.
Razón para cantar
Cuando yo tenía trece años, mi escuela exigió que se tomaran cuatro cursos exploratorios: economía del hogar, arte, coro y artesanía en madera. El primer día de coro, la profesora hizo pasar a cada alumno al lado del piano para escuchar su voz y ubicarlo según su registro vocal. Cuando llegó mi turno, canté las notas que ella tocó varias veces, pero no me ubicó en ningún lado; me dijo que fuera a la oficina de consejería, para que optara por otra clase. Desde ese momento, sentí que no debía cantar más.
En nuestras tormentas
El viento rugía, los relámpagos encandilaban, las olas golpeaban. Pensé que moriría. Mis abuelos y yo estábamos pescando en un lago, pero nos habíamos quedado demasiado tiempo. Cuando el sol se puso, una rápida borrasca se desató sobre nuestro pequeño bote. Mi abuelo me dijo que me sentara en la popa, para no darnos vuelta. En ese momento, no sé cómo, empecé a orar, aterrorizado. Tenía catorce años.
Cuando uno sufre, todos sufren
Cuando un compañero de trabajo avisó que no vendría debido a un dolor terrible, todos nos preocupamos. Después de ir al hospital y de un día de reposo, volvió a trabajar y nos mostró la causa del dolor: un cálculo en el riñón. Le pidió al médico que le diera la piedra como souvenir. Al mirarla, sonreí con empatía, recordando el cálculo en la vesícula que yo había tenido hacía años. El dolor había sido insoportable.
Fe, amor y esperanza
Mi tía Kathy cuidó a su padre (mi abuelo) en su casa durante diez años. Cocinó y limpió para él mientras él se manejaba solo, y cumplió el papel de una enfermera cuando su salud se deterioró.
¿Hasta cuándo?
En el clásico de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, Alicia pregunta: «¿Cuánto es para siempre?», a lo que el Conejo Blanco responde: «A veces, es solo un segundo».